Aquí va el inquietante texto escrito ex profeso por Jose María Rodríguez-Vigil Reguera para el cuaderno que realiza la galería Dos Ajolotes por la exposición Pajaros en la Cabeza. La edición consta de 20 ejemplares personalizados con un dibujo alusivo a la idea general de la instalación expuesta. Mañana se termina la expo.
La introducción es un pasaje de la Biblia:
Salmos 102, 3-7
“[...] Porque mis días se han consumido como humo; y mis huesos cual tizón están quemados. Mi corazón está herido y seco como la hierba; por lo cual me olvido de comer mi pan. Por la voz de mi gemido mis huesos se han pegado a mi carne. Soy semejante al pelícano del desierto; soy como el búho de las soledades. Velo, y soy como el pájaro solitario sobre el tejado [...]”.
* * *
Las aves llamaron su atención desde su más temprana edad. Apenas gateaba cuando ya extendía sus brazos hacia el cielo y seguía con la mirada las nerviosas trayectorias de los gorriones, picando migas en la acera, posados en el borde de una verja, surcando el azul del cielo de invierno. Contaba seis años cuando alguien especial puso en sus manos un viejo tomo en un idioma extranjero, plagado de grabados con toda suerte de pájaros: exuberantes a veces, diminutos en otras ocasiones, coloridos o sencillos como el ocre, siempre hermosos, dotados de ese extraño encanto que mana de los misterios cotidianos. No tardó en memorizar cada forma, cada perfil, cada pluma, cada pico. Admiraba la facilidad con que casi todas las aves podían alzarse en el aire en menos de un segundo. La mágica fuerza que fluía con cada batir de sus alas. Su libertad. Nunca soportó ver a aquellas criaturas enjauladas, condenadas por captores incapaces de apreciar su perfecta existencia. Liberar furtivamente a aquel jilguero de la tienda fue durante mucho tiempo su más heroica y secreta hazaña.
Los años pasaron. Cruzó la adolescencia, sorteó la juventud y arribó exhausto a la edad adulta. El camino a la madurez había traído consigo dilemas, desilusiones, disgustos y decepciones, muchos golpes y muy pocos resplandores. Atado a la tierra, pegado al asfalto, casi cosido a su traje gris, repetía diariamente el mismo tormento. Amanecer, trabajar, anochecer. En el mejor de los casos, dormir, aunque últimamente ni siquiera eso lograba. Sepultado en vida entre las torres de hormigón y ladrillo, apartado y entregado a los silencios, tan solo se libraba de la melancolía cuando por casualidad descubría, de vuelta a casa, a un pequeño verderón escondido entre las ramas quebradizas de un árbol otoñal, o divisaba, a través del cristal de su maldito despacho, la estela fugaz de un azor cruzando audazmente la lejanía. En la soledad de su apartamento, pasada la medianoche, justo antes de deslizar su delgado cuerpo entre las sábanas, solía hojear las páginas de aquel hermoso tesoro de su niñez. Falco peregrinus, Egretta garzetta, Merops apiaster, Streptopelia decaocto, Alcedo atthis, Hirundo rustica...repetía suavemente los nombres de aquellas criaturas, como un conjuro, tal vez un mantra, una oración.
Una noche, exhausto y desganado, cayó medio desmayado en su cama. Fue entonces cuando vinieron en su busca. De la nada, como traídas de algún paraíso perdido, emergieron cientos de aves, que en un instante invadieron la estancia. El batir de miles de alas no le asustó, más bien acarició sus oídos. Sin comprender muy bien el cómo ni el por qué, decidió permanecer quieto y confiar. Los pájaros, rojos, verdes y amarillos, anaranjados, pardos o granates, moteados o bañados en un azul intenso, comenzaron a volar describiendo círculos en torno a sí. Algunos posaron sus finas garras sobre su piel. Poco a poco, notó cómo su espalda y piernas se despegaban del colchón. Creyó descifrar su propio nombre entre los silbidos y gorjeos. Mientras las aves, ejecutando una danza perfectamente planificada, elevaban su leve y alargado cuerpo hacia el infinito, él, tan confundido como cómplice, cerró los ojos. La ventana se abrió. El remolino abandonó el cuarto llevándose consigo el cuerpo. Hicieron falta pocos segundos para esfumarse en el cielo nocturno.
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