miércoles, 24 de marzo de 2021

Lugares comunes, exposición de Amaya y Federico Granell

Lugares comunes por Manolo Dominguez 






 Una cama vieja, abandonada, encontrada en un claro del bosque, a unos treinta kilómetros de Sevilla, una noche de agosto. Te acercas alumbrando con la linterna y te tumbas en ella. No hace frío, pero te tapas con la colcha de estampado de flores que parece un diseño de los años setenta.Probablemente sea tan antigua como aparenta, o más. El cielo está tan despejado que la luz de la luna impide que la oscuridad sea absoluta. Se pueden observar las estrellas.
 A ochocientos kilómetros de allí, en Oviedo, Federico no consigue dormir. Ha llegado cansado a casa, ese tipo de cansancio que no te deja coger el sueño. Se levanta aburrido y se dirige a la cocina por un vaso de agua. Mientras vuelve, observa el lienzo que comenzó por la tarde y que no le acaba de convencer. Es una arboleda nocturna en la que aparecen unos niños sentados al calor de una pequeña hoguera. Sin embargo, no le encaja esa imagen, tan propia de un grupo de scouts, que no coincide con el tono misterioso que le pretende dar a la obra. Termina de beber y vuelve a la habitación justo cuando el móvil avisa de un whatsapp recibido. Es Amaya que le envía una fotografía que acaba de hacer. 
Mamá, déjame un rato más en la piscina antes de ir a comer. 
Amaya no tiene inconveniente, lo prefiere porque así sigue fotografiándole mientras se baña. Mateo entra y sale de un agua que ondula sus movimientos al nadar, distorsionando la imagen y creando figuras irreales que ella recoge con la cámara. Cuando observa el resultado de las fotografías su cabeza le lleva quince años atrás, a aquella exposición de su hermano en la que Federico pintó a su sobrina Cecilia nadando. En cuanto las tenga retocadas con el ordenador se las enviará por correo, seguro que a él también se lo recuerdan. 
Aquel día la tarde estaba quizás algo fría en Póo como para bajar a la playa, pero Federico le dice que le acompañe con la cámara, que conoce un camino que lleva al borde del acantilado desde el que se puede ver la cala, en la que el agua se cuela dibujando recovecos y formando pequeñas piscinas naturales. Una vez allí, el viento intensifica el olor a sal. Desde arriba, como el que divisa el horizonte desde un rascacielos, se puede ver como el mar Cantábrico se pierde hasta encontrarse con las nubes y, si se baja la mirada, a unos pocos valientes que se olvidan del frío y disfrutan del último chapuzón aprovechando que la marea no está aún tan baja y las rocas les refugian del aire cada vez más fuerte. Amaya dispara con la cámara mientras su hermano le observa desde atrás y piensa que, tantos años, viajes y mudanzas después, ambos siguen encontrando esos lugares comunes. Imágenes, reales o inventadas, que se entrelazan para dibujar un relato único. 

Manolo Domínguez