Una cama vieja, abandonada, encontrada en un claro del bosque, a
unos treinta kilómetros de Sevilla, una noche de agosto. Te acercas alumbrando
con la linterna y te tumbas en ella. No hace frío, pero te tapas con la colcha
de estampado de flores que parece un diseño de los años setenta.Probablemente
sea tan antigua como aparenta, o más. El cielo está tan despejado que la luz de
la luna impide que la oscuridad sea absoluta. Se pueden observar las estrellas.
A ochocientos kilómetros de allí, en Oviedo, Federico no consigue dormir. Ha
llegado cansado a casa, ese tipo de cansancio que no te deja coger el sueño. Se
levanta aburrido y se dirige a la cocina por un vaso de agua. Mientras vuelve,
observa el lienzo que comenzó por la tarde y que no le acaba de convencer. Es
una arboleda nocturna en la que aparecen unos niños sentados al calor de una
pequeña hoguera. Sin embargo, no le encaja esa imagen, tan propia de un grupo de
scouts, que no coincide con el tono misterioso que le pretende dar a la obra.
Termina de beber y vuelve a la habitación justo cuando el móvil avisa de un
whatsapp recibido. Es Amaya que le envía una fotografía que acaba de hacer.
Mamá, déjame un rato más en la piscina antes de ir a comer.
Amaya no tiene
inconveniente, lo prefiere porque así sigue fotografiándole mientras se baña.
Mateo entra y sale de un agua que ondula sus movimientos al nadar,
distorsionando la imagen y creando figuras irreales que ella recoge con la
cámara. Cuando observa el resultado de las fotografías su cabeza le lleva quince
años atrás, a aquella exposición de su hermano en la que Federico pintó a su
sobrina Cecilia nadando. En cuanto las tenga retocadas con el ordenador se las
enviará por correo, seguro que a él también se lo recuerdan.
Aquel día la tarde
estaba quizás algo fría en Póo como para bajar a la playa, pero Federico le dice
que le acompañe con la cámara, que conoce un camino que lleva al borde del
acantilado desde el que se puede ver la cala, en la que el agua se cuela
dibujando recovecos y formando pequeñas piscinas naturales. Una vez allí, el
viento intensifica el olor a sal. Desde arriba, como el que divisa el horizonte
desde un rascacielos, se puede ver como el mar Cantábrico se pierde hasta
encontrarse con las nubes y, si se baja la mirada, a unos pocos valientes que se
olvidan del frío y disfrutan del último chapuzón aprovechando que la marea no
está aún tan baja y las rocas les refugian del aire cada vez más fuerte. Amaya
dispara con la cámara mientras su hermano le observa desde atrás y piensa que,
tantos años, viajes y mudanzas después, ambos siguen encontrando esos lugares
comunes. Imágenes, reales o inventadas, que se entrelazan para dibujar un relato
único.
Manolo Domínguez
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