Aquí va el gran texto de Ángel Antonio Rodríguez para la exposición en la galería Utopía Parkway: Otros guiones posibles
Hablaba hace tres años mi buen amigo Juan Manuel Bonet de la pintura que aún es capaz de fijar su mirada sobre el barrio, la casa de ayer y de hoy, la poesía o la nostalgia. «Pintura ya honda, esencial, luz en la sombra», escribía. «Dibujo nervioso deshaciéndose en el aire, aproximaciones a la tierra natal, casas solitarias, aldeas, pueblos…unas farolas en lo oscuro… ». Sirva la pasión de sus hermosas palabras, que plasmó en el catálogo de una exposición del asturiano Miguel Galano en Utopia Parkway, para mi presentación en esta galería de otro asturiano más joven pero igualmente intenso, Federico González Granell (Cangas del Narcea, Asturias, 1974), que ahora inaugura en la sala madrileña. Su obra respira la misma esencia que definían aquellos prosa-versos bonetianos. No tanto por su similitud formal con Galano, sino por su paralelismo ético, porque Granell hace mucho que ha sabido patentar su capacidad para revisar y meditar desde el pasado, reinterpretándolo con ópticas contemporáneas a través de la pintura (y a veces, incluso, con esculturas o fotografías) para reflexionar sobre la representación del silencio, la metafísica inherente a nuestros pasos solitarios, lo cotidiano, experimentando siempre y logrando que la imagen se acomode al ojo, de manera lenta y pausada.
El espíritu de Granell emerge en estas delicadísimas pinturas como el maestro de ceremonias de un tiempo detenido, plasmado en ese personaje situado de espaldas al espectador como un autorretrato breve o, quizás, un chamán que escudriña el aire tras el objetivo invisible de composiciones tan hermosas como esa pequeña tabla dedicada a San Juan de Nieva, en el pequeño puerto de la Ría de Avilés, cuyo faro se nos anticipa de norte a sur levitando sobre un fondo inquietante, de chimeneas vaporosas, extrayendo belleza entre las grises penumbras anunciadas por sus fabriles fondos. Esta pequeña pieza, de foco circular, es una de las últimas que Granell ha realizado para su segunda exposición en Madrid, y también un hermoso resumen de su febril empeño creativo. La austeridad, la perspectiva, el correcto dibujo, la templanza expresiva, el espacio sublime y el ritmo de las horas. Ciudades, desamparos y vivencias donde el pintor evoluciona con absoluta coherencia, en un viaje que le viene ocupando activamente desde aquellos personajes solitarios de secuencias casi cinematográficas que ocuparon sus primeras exposiciones gijonesas, en la primera década del siglo XXI, para alcanzar después la experiencia del propio cuerpo en distintos soportes y huir en todo momento de cualquier anécdota fácil. Para generar, en fin, un sugerente compendio de atmósferas básicamente plásticas, sin detenerse en ninguna estación, en su firme camino hacia la madurez.
Hay que agradecer a Lola Crespo que mantenga ese ojo avizor hacia las nuevas miradas pictóricas, como la de Granell, cuyas pinturas excitan las retinas entre la huella y el paseo por localidades cercanas, paseando por Asturias de oriente hacia occidente, pisando arrabales desde Llanes a Ortiguera, de las faldas del Sueve hacia Villaviciosa, caminando en versión de ida y vuelta hacia el Cantábrico, o de Trubia a Salinas, o colándose en San Claudio clandestinamente para admirar las viejas lozas, imágenes que llevará consigo tras el regreso a casa. En el taller, este pintor viajero plantea guiones con nuevos fotogramas pintados, analepsis que alteran la secuencia cronológica de las cosas para evadirse a través de sus juegos formales, momentos inquietantes, pinturas narrativas pero abiertas a la imaginación de otros guiones posibles; de los nuestros. Pasiones, memorias de la infancia, siluetas sobre un espacio pictórico que activa el relato variando sus claves y componiendo una obra repleta de oficio, singular y no episódica, que merece la pena defender y es ciertamente grato contemplar.
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